4 de noviembre de 2012

Veinticinco


“Corazón Perdido.”


Cerré la puerta de mi departamento y me desplomé contra ella. Esto era demasiado. Que me engañaran una vez… no lo entendía pero con el paso del tiempo lo terminé aceptando. ¿Pero una segunda? ¿Qué cosa tan terrible había hecho para merecerme todo esto?
Yo era buena, de esas personas que se alegran por los logros de los demás, ayudan a la gente aunque no las conozcan, nunca esperan nada a cambio, se dan por completo… yo era de esas personas que casi no quedaban. Me lo decían una y otra vez.
Se supone que a la gente buena no le pasan cosas malas.
¿Por qué mierda entonces sentía que me iba a morir?
Con mi espalda apoyada en la puerta de entrada traté de calmarme, la pena, la desilusión y sobre todo, la vergüenza y la rabia corrían por mis venas como un ejército de locos.
Necesitaba golpear algo, romper cosas, gritarle a alguien… necesitaba sacar todo lo que estaba sintiendo. Viví una vez guardándome todos mis miedos dentro y fue lo peor que he sentido en toda mi vida. Ahora sentía que el miedo y el dolor eran veinte mil veces más grandes que la vez anterior. Si no los dejaba salir, me matarían, tan simple como eso.
Sentí la vibración de la madera en mi espalda mientras alguien al otro lado de la puerta golpeaba y pedía entrar.
—Chia. —Golpes, golpes, golpes—. Chiquita, déjame entrar.
La voz de Ignacio se escuchaba distorsionada, como si la hubiese sintonizado en la frecuencia incorrecta.
Ahogué todos los sollozos y me quede quieta contra la puerta, ni siquiera respire.
—Chia, abre. Sólo quiero ver cómo estás.
En vano negaba con la cabeza una y otra vez, no servía de nada responderle así, Ignacio no me vería, pero me daba lo mismo, quería que se fuera, que me dejaran tranquila.
Lo escuché suspirar pesadamente y golpear una última vez la madera. Sentí sus pasos, arrastre de zapatos son el piso, alejarse.
Sintiéndome en menos peligro, seguí llorando.

Perdí absolutamente la noción del tiempo: Tenía las piernas entumecidas, mis brazos helados y sentía mis ojos hinchadísimos, tan hinchados al punto de que no los podía abrir. La punta de mi nariz se sentía caliente, probablemente estuviese roja y mi cara llena de manchas rojas y blancas. Mis labios estaban rotos de morderlos para ahogar los sollozos, mis uñas estaban marcadas en las palmas de mis manos, un poquito de sangre saliendo de las heridas.
Me obligué a levantarme, mi cabeza se sentía pesada y no podía apoyar bien los pies. Como pude caminé hacia mi cuarto y me desplomé sobre la cama, el frío invadiendo cada pequeña esquina de mi débil cuerpo. Comencé a temblar, temblores grandes y feos.
Sentí mis dientes castañear y mis músculos tensarse a medida que los temblores iban creciendo, sentí la espalda rígida y dolor en cada una de mis extremidades. Los espasmos seguían creciendo.
—¡Hija!
Sentí el grito desesperado de mi mamá, sus manos aferrándome, tratando de voltearme en la cama.
Sólo sentir sus manos en mí, su preocupación, su cariño incondicional de madre, hizo que los espasmos se calmaran un poco.
—Mi niña, ¿qué pasa?
Veía, a penas a través de mis hinchados parpados, a mi mamá con su cara deformada por el miedo, tratando de despejar mi vía aérea.
La sentí levantar mi cuello y poner un almohadón para despejar mi garganta. La oí salir de la habitación y volver corriendo a los pocos segundos. Sentí que levantaba la manga de mi polerón y un pinchazo pequeño de dolor llegaba a mi brazo derecho.
La reacción al tranquilizante fue inmediata, mis músculos se sintieron relajados y mi mente flotaba como si pisara nubes. Ya no habían espasmos, sólo unos horribles sollozos que seguían saliendo de mi pecho sin darme cuenta.
Mi mamá me tomo la mano para medir mi pulso, sentí que estiró mi piel y chasqueo con la lengua.
Sólo escuché la palabra deshidratada y mi mente, aún borrosa, no podía creer que por un poco de lágrimas hubiera llegado a ese estado.
Suministros médicos y/o enfermeros sobraban en esta casa,  era probable que incluso abundaran más que la comida, por lo que mi mamá llego a los pocos minutos con su bandeja —un buen médico siempre está preparado— y me instalo una intravenosa para poder administrarme el suero.
Ridículo.
Se acostó a mi lado y comenzó a cepillarme el pelo con sus manos, tarareando esa nana francesa que tanto me calmaba.
—¿Qué pasó mi amor? —Me dijo con la voz quebrada.
Me acurruqué a su lado como si tuviera cinco años y acabara de despertar de una pesadilla especialmente mala.
Me demoré en responderle, no sabía que decir en una frase que explicara todo lo que sentía para que no me preguntara más, al menos no por hoy.
—Siento como si… me hubiesen arrancado el corazón de cuajo —le respondí en un susurro.
—¿André? —preguntó en tono acusatorio.
Yo sólo moví la cabeza asintiendo. No quería hablar más, no al menos por hoy.
Me agarré a la ropa de mi mamá como si fuera un chaleco salvavidas y me dormí entre saltos.
***
Desperté en medio de la noche, desorientada y adolorida. El dolor en el pecho tardó en llegar un segundo para recordarme todo lo que había pasado, todo lo que estaba pasando.
Mi mamá ya no estaba conmigo. Agudicé el oído y sentí que la casa esta completamente en silencio, excepto por los ronquidos de Manu que venían del final de mi cama y otro sonido más. Un incesante sonido de un teléfono vibrando sobre madera. Mi teléfono.
Me levanté despacio, tratando de descifrar de dónde provenía el sonido. Descubrí el teléfono sobre mi escritorio. Lo tomé cuando aún estaba sonando. La pantalla me informaba que eran las doce y media de la noche y que era Lore quién me estaba llamando. Dejé que siguiera sonando, por ahora prefería no hablar con nadie, y ella también debía estar retorciéndose en su dolor, por más que la necesitara ahora sabía que teníamos que darnos espacio mutuamente y sufrir lo que debíamos sufrir cada una por su lado. Potenciarnos no nos haría ningún bien.
Cuando mi amiga colgó, comencé la inspección de mi teléfono: Había millones de llamadas perdidas de Lore, muchas de Ignacio y de Marce, algunas de Ernesto y de Pame y sólo tres de André. Ver su nombre ahí hizo que mi corazón se apretara y las lágrimas comenzaron a correr nuevamente por mi cara.
Vi que en la pantalla había un sobrecito avisándome que tenía mensajes sin leer. Temerosa, abrí el buzon de entrada y miré: Había dos mensajes, uno de André y otro de Rossy.
El de André lo borré inmediatamente, cualquier cosa que dijera me haría llorar y sufrir más, fueran explicaciones o lo que sea, sólo serviría para hacerme sentir peor, aun mas engañada y usada de lo que ya me sentía. Lo único que me haría sentir bien era que me dijera que era todo mentira y que Macka se lo había inventado todo, pero sabía muy bien que eso no iba a pasar.
Abrí el mensaje de Rossy intrigada, no sabiendo bien que diría: No éramos tan unidas como para que me dijera un “estoy contigo” o algo así, y mucho menos durante los últimos meses, pero la gente siempre apoyaba a otros en situaciones como estas, sobre todos las mujeres, que se ponían en el lugar de quién sufría.
Pero cuando abrí el mensaje de Rossy, me quede hecha un cubo de hielo. Pestañeé, incrédula, como si el mensaje fuera a cambiar sus palabras si yo parpadeaba. Obviamente, no lo haría.
El que ríe último, ríe mejor. Disfruta esto, perra.
Con esto, me quedaba absolutamente claro quién había sido la persona que le fue con el cuento a Macka, la que se había encargado de, literalmente, arruinarme la vida.
Jamás debí quedarme tan tranquila cuando Rossy comenzó a demostrar interés por André, sabía muy bien que ella podía hacer algo ridículo por quedárselo… ahora sabía bien que no había limites en la cabeza de esa mujer. Era retorcida y cruel, demasiado.
Me senté en mi cama mareada, aun sin poder creer lo que habían leído mis ojos, aun procesándolo, no queriendo creerlo.
La misma pregunta volvió a rondar mi cabeza. ¿Qué cosa tan mala había hecho en mi vida para merecerme todo esto?

Me obligué a levantarme de la cama, mi corazón sintiéndose cada vez peor mientras recordaba las palabras de Macka, su cachetada, la vergüenza que me hizo pasar, los ojos de André mirándome sin decir nada, y las palabras del mensaje de Rossy. Decir que no estaba pasando por mi mejor momento era decir poco.
El día siguiente era día de consultorio y, una vez más, por peor que me sintiera, por más destrozada que estuviese por dentro, no podía faltar a mi práctica. Ni siquiera era por no quedarme atrasada, que fue por lo que seguí yendo a clases luego de terminar con Ignacio, sino porque faltar al Consultorio significaba la reprobación inmediata de mi ramo de carrera y, con eso, atrasarme todo un año. Todo un año perdido. No podía dejar que, además de mi dignidad, mis ganas de reír y mi fuerza, André se llevara también eso.
Preparé minuciosamente mi uniforme, lo limpié y lustré mis zapatos, lo que fuera para sentir que podía seguir moviéndome. El pensamiento de que mañana, si o si, me encontraría con André en el consultorio, me dejaba las venas sin sangre, completamente helada, pero al menos, tendría a Matías como guardaespaldas. Saber eso me tranquilizaba un poco.
Puse el despertador a las seis de la mañana, y, vestida como estaba, me acosté, tratando de conciliar el sueño mientras lágrimas seguían deslizándose por mis mejillas. Creí que nunca dejaría de llorar.

A la mañana siguiente, después de una de las peores noches que he tenido, incluso antes de que sonara mi alarma, sentí a mi mamá entrando a mi cuarto. Se sentó a mi lado y me meció suavemente, despertándome.
—Estoy despierta —le dije en un susurró.
—¿Lograste descansar algo? —Me giré para verla, sus ojeras y arrugas surcando su cara más que otras veces, la preocupación en sus ojos era clara. Mi estado le asustaba, mucho.
Negué con la cabeza mientras cerraba los ojos tratando de detener las lágrimas que amenazaban con salir. No quería que me viera llorar apenas despertaba, no quería preocuparla más.
Mi alama comenzó a sonar sobre mi velador, mi mamá la miró extrañada. Estiré mi mano y la silencié.
—¿Por qué la pusiste tan temprano?
—Tengo Consultorio, no puedo no ir.
Mi mamá dejo salir un suspiro de frustración, como sabiendo el esfuerzo que significaba para mi tener que ir ahí, no sólo por el hecho de verlo, sino porque tenía que estar prácticamente ocho horas corriendo de un lado para otro y sentía que no tenía fuerzas para soportar todo el día trabajando.
—¿Vas a verlo? —preguntó mi mamá como temiendo asustarme. Una lágrima rebelde corrió por mi mejilla y ella la secó. Asentí con la cabeza. Arrugó el ceño enojada, lo que me arrancó una débil sonrisa—. ¿Puedo saber que pasó?
El miedo me nubló la mente. Tener que explicárselo a ella lo haría todo más real, le terminaría dando el peso que en verdad tenía y terminaría de romperme por dentro, terminaría cortando los últimos trozos que me mantenían en pie. Contarle a mi mamá lo hacía todo más horrible.
Negué con la cabeza mientras comenzaba a llorar de nuevo. No me sentía más fuerte que un trozo de hoja, un viento suave podría mandarme volando lejos, me sentía… nada.
—Shhh. —Mi mamá me acariciaba el pelo y me calmaba—. No tienes por qué contarme nada, tranquila. —Inclinó su cabeza y me dio un beso en la frente—. Sabes que cuando estés lista puedes hablar conmigo. —Miró el reloj de su muñeca—. Tengo que irme ya, dejaré agua hervida para que te tomes un café.
Salió de la pieza lentamente, dejándome ver el miedo que le daba dejarme sola por hoy. Sacudí mi cabeza sintiéndome inútil.
Una vez más, me obligué a levantarme. Manu movió su cabeza adormilado y rasqué sus orejas, su colita se movió tiernamente como infundiéndome ánimos. Entré a ducharme, apoyé mi espalda contra las frías baldosas de la ducha y deje que el agua cayera sobre mí. El solo movimiento de levantar mis manos y frotar el shampoo en mi pelo me cansaba como si estuviese corriendo una maratón.
Me demoré más que nunca en terminar la ducha, todo movimiento que hacia parecía durar el triple de lo que duraba siempre. Ni siquiera me molesté en secarme el pelo, lo até en una cola rápida y puse unas horquillas en los mechones rebeldes, coger una Neumonía parecía una buena opción en estos momentos.
Viendo en el espejo cómo mis ojos seguían hinchados, mi cara llena de manchas y mis labios aun con marcas de las mordidas de anoche, parecía como si me hubiesen dado una golpiza grotesca. Tomé mi maquillaje y traté de arreglar mi cara lo mejor que pude. Cuando terminé, había una gran diferencia entre la Chiara que se despertó y la Chiara que ahora miraba el espero. La única cosa que seguía igual, era la mirada de dolor y profunda pena en mis ojos. Suspiré pesadamente, sabiendo que eso no se iría ahora ni nunca.
En la cocina saqué mi vaso térmico y me serví un café extremadamente cargado. Cambie el agua y la comida de Manu y le deje una nota a Leti, la señora que hacía el aseo de la casa, de que por favor sacara a darlo una vuelta.
Salí de la casa a las siete y cuarto, justo para tomar el bus y llegar a la hora a mi práctica.
Ya sentada, mi corazón se agitaba cada vez que veía que alguien se subía, pensando que iba a topármelo como tantas otras veces. El sólo recuerdo de los viajes, las risas, los besos, los abrazos, sus sonrisas, sus ojos, hacía que mis ojos se llenaran de lágrimas pero me negué a llorar.
Cuando me bajé del bus, me quedé de pie, quiera durante unos momentos, preparándome mentalmente para verlo, para negarme a hablarle y, por sobre todo, negarme a llorar con él cerca.
Pero cuando llegué a la entrada del consultorio y lo vi apoyado en la entrada, con ojeras en sus ojos y haciendo círculos en la tierra con sus zapatos, todo pensamiento desapareció de mí excepto uno: salir corriendo.
Levantó su cabeza cuando sintió mi mirada gélida sobre él y sus ojos se abrieron de par en par. Abrió y cerró su boca un par de veces antes de comenzar a caminar hacia donde yo estaba. Mi mente le rogaba a mis pies que avanzaran y entraran al consultorio, que si me quedaba ahí mi corazón volvería a romperse pero mis pies estaban sordos, se negaban a moverse.
Sentí una brisa a mi lado cuando alguien paso corriendo y un inconfundible sonido llenó mis oídos.
—¡André!
Rossy pasó corriendo por mi lado hacia donde estaba André, aferrando su brazo y marcándolo como propiedad privada. Mi corazón se hundió hasta mis pies. Él no hizo nada por correrla.
—Rossy —le dijo en una voz que dejaba claro que no la quería allí, pero como él no la corría, ella ni se inmutó
—¿Qué haces aquí? —le dijo ella moviendo su pelo de un lado a otro—. Esta helando, entremos.
André volvió a cerrar y abrir su boca pero no dijo nada, Rossy lo arrastró hacia dentro y él ni siquiera volteó a mirarme. Rossy, en cambio, giró su cabeza y una sonrisa de ganadora se expandió por toda su cara.
Ahora, más que sentir pena, sentí que estaba furiosa. De verdad enojada.

Entre hundiendo los pies en el piso, furiosa, enajenada, con la cara roja. Cuando mi profesora de Campo Clínico me vio llegar, abrió sus ojos de par en par y su boca cayó hasta el piso.
—Chiara, ¿qué te pasó?
La miré cansada, me encogí de hombros.
—Mejor no pregunte, Profe.
—¿Te sientes bien?
Sus ojos me miraron como miraría una mamá a su hija pequeña que está enferma, ella sabía, o intuía mejor dicho, lo que me había pasado, así que le di la respuesta más simple.
—No. Pero me quedare aquí porque es mejor que estar llorando en mi cama.
Seguí de largo hasta los casilleros donde abrí uno y comencé a guardar mis cosas.
—¿Chia? —Me giré para ver a Liz, una de mis compañeras de práctica—. ¿Es verdad lo que anda diciendo Rossy?
Me quedé congelada, la sangre abandonó mi cara.
—¿Qué está diciendo?
Se mordió el labio antes de responder.
—Que te metiste con André aun sabiendo que tenía novia. —Dejé escapar un suspiro de angustia y me deje caer en una silla. Liz tomó otra y se sentó a mi lado.
—No estabas en la Uni ayer, ¿verdad? —Negó con su cabeza.
—Tenía doctor, ¿por qué?
Tomé aire, muchísimo aire.
—Yo no sabía que él tenía novia… o sea, antes si lo sabía, pero después me dijo que ya habían terminado…
—Y tú le creíste. —Me encogí de hombros.
—Como toda una estúpida. Y resulta que ayer se aparece su novia y me llenó de palabrotas en la Uni, cuando yo no tenía idea… fui tan víctima como ella.
Si había algo que me gustaba de Liz, era que cuando se acercaba a preguntarte cómo estabas o a preguntarte que había pasado, no era para satisfacer esa cuota de chismes que todos llevamos dentro, era porque realmente se preocupaba por la persona. Era una de las personas más simples y buenas, realmente buenas, que yo conocía.
Alzó su mano y la apoyó en mi brazo, ese sólo toque haciéndome sentir mucho mejor, como si me dijera “tranquila, yo estoy contigo.”
La puerta se abrió de golpe cuando entro Rossy, con toda su altanería y su sonrisa estúpida en la cara. La rabia volvió a consumirme.
Me puse de pie en dos segundos.
—¿Se puede saber por qué lo hiciste? —le dije taladrándola con la mirada, tratando de que mis ojos le demostraran cuando la aborrecía en estos momentos. No éramos amigas, no en el estricto sentido de la palabra, pero si se podía decir que había una especie de camaradería entre nosotras. No podía creer que hubiese caído tan bajo por un hombre.
—Yo no soy la que le anda levantando el novio a otras personas. —Enfurecida di un paso hacia adelante, pero ella ni siquiera se inmutó—. ¿Enojada, Chia? ¿La verdad duele? Ser una zorra puede no parecer tan difícil, pero si quieres comportarte así, debes saber que hay consecuencias… o gente a la que le gusta hacer justicia.
—Tú no… —Respiré hondo tratando de calmarme, la adrenalina corría por mis venas, cada musculo de mi cuerpo tensándose en preparación para llenarle la cara de golpes. O al menos tirarle su pelo—. No tienes idea. ¡Yo no tenía idea que él tenía novia!
—Ay Chia por favor, a otro con ese cuento viejo y usado. Todos saben que eres una arpía.
Comencé a hiperventilar. Estaba tan enojada que podría jurar que mi visión se tornó un poco roja, y que Rossy casi tenía un punto negro de tiro al blanco justo en el centro de su frente.
—Aun si fuera una… zorra —le dije escupiendo la palabra—, ¿qué derecho tenías para meterte en mi relación?
—Chia, esa relación fue una farsa desde el comienzo, yo sólo hice que ambos se dieran cuenta. —Hizo esa sonrisa de suficiencia de nuevo—. Además, debo simpatizar con las mujeres a las que se les engaña.
Y diciendo esto salió del cuarto, casi escuchaba la risa de Cruela de Vil mientras ella salía de la habitación.
Liz, que había escuchado todo en silencio, se acercó a mí de nuevo.
—No la escuches Chia. Todos han visto como Rossy miraba a André cuando estaba contigo, nadie se tragara lo que está diciendo. —Hizo una pausa—. Además, tú le caes mejor a la gente.
No pude evitar darle una sonrisa ante ese último comentario.

La guinda de mi día perfecto lo tuve cuando salí, junto con Liz, hacia la sala de reuniones, en donde estaba mi profesora y las enfermeras de planta para informarnos de las actividades que realizaríamos ese día.
Al comienzo fue lo típico de todos los días “Recuerden el uso de pinzas al desmontar las jeringas, el relleno de las fichas de enfermería, el reparto de pacientes”, bla, bla, bla.
El cambio llegó cuando comenzaron a hablar de repartirnos y ayudar a un doctor durante todo el día.
—¡¿Qué?!
Sé que mi voz sonó al menos tres octavas más alta de lo normal, todos se giraron a mirarme.
—¿Sucede algo Srta. Antúnez?
Pestañee hacia la enfermera Jefe y le sonreí.
—No, nada. Disculpe.
Hizo rodar sus ojos como señal de exasperación. Continúo.
—Entonces, las divisiones serán las siguientes: Matías Torres y Martín, Patricio Torres y Fonseca… —Espera, había dicho ella ¿Patricio Torres? ¿Qué hacía Pato aquí? Me quede mirando a la enfermera con ganas de interrumpirla pero ella jamás me miró—, Blanco y Andrade,  Madariaga y Antúnez,
Me quede congelada. Oh, mierda. Mierda, mierda, mierda. Santa mierda.
Esto era demasiado, ¿todo un día se seguir a André como un perrito faldero? ¿Era una especie de broma?
Liz me miró preocupada.
—Liz —la llamé en un susurro, ella inclinó su cabeza hacia la mía—. ¿Podemos cambiar?
—Nada de cambios Chiara —dijo mi profesora a cargo. Cuando vio mi cara de pena, añadió un rápido “lo siento”.
Perfecto. Simplemente perfecto.
Salimos de la sala en dirección al sector uno, donde estaban esperándonos los médicos. Cuando íbamos llegando, divisé a Pato que miraba en mi dirección viéndose incómodo. Ni siquiera me fijé en André, tenerlo aquí podía servir para desviar mis pensamientos un poco y, finalmente, averiguar qué había pasado con Lore.
Se adelantó unos pasos hasta encontrarse conmigo. Me envolvió en un abrazo gigante y apoyó su cabeza en mi hombro. Verlo así me dejo noqueada.
—Oye, hombrecito, ¿qué pasa?
—Simplemente estoy cansado.
Capté la mirada de André fija en mí y en Pato con el ceño fruncido. Traté de no mirarlo.
Levanté mi brazo y le di palmaditas protectoras a Pato en su espalda. Verlo así lo hacía parecer un niño pequeño asustado e indefenso. No estaba acostumbrada a verlo así.
Nos separamos y caminamos hacia donde estaba el resto del grupo. André se puso discretamente a mi lado.
—Juntos todo el día, ¿no?
Me obligué a seguir con la mirada pegada en el suelo y no mirarlo, mi corazón obviamente comenzó a latir desaforado.
—El destino es cruel —le dije resentida.
Señas llamaron mi atención de un grupo frente a mí: Matías movía sus manos exageradamente tratando de hacer que lo mirara.
—¿Quieres que cambiemos pareja? —gritó, sonriendo.
Mis ojos se iluminaron esperanzados, hasta que recordé las palabras de la profesora Gaby diciéndome ”los cambios no están permitidos”. Iba a decírselo pero André se me adelantó, con cara de petulante.
—No hay cambios —dijo André mirando a Matías con cara de pocos amigos, poniéndose más cerca de mí, nuevamente marcando su territorio. Comencé a enojarme nuevamente, él no tenía ningún territorio que marcar.
Me gire bruscamente y lo encaré.
—Sólo sigo aquí porque no puedo cambiar, pero créeme que si pudiera hacerlo, lo haría. Entre más lejos este de ti, mejor para mí.
Me miró sorprendido, como si no creyera que yo, que me veía tan pequeña, poca cosa, pudiera estar diciéndole esas cosas.
Yo podía tener el corazón destrozado por dentro, pero él ya había jugado las suficientes veces conmigo. Y si tendría que aguantar todo un día de seguirlo como perrito faldero, la máscara de “chica agresiva” era la mejor que podía usar.

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