7 de noviembre de 2012

Treinta y cinco


“Todo lo que no habrá.”

—Esto es raro —me dijo, mirándome a través del humo de su taza.
Habíamos caminado en silencio desde mi Uni hasta una pequeña cafetería en la que servían el mejor chocolate caliente del mundo; con menta, con frutilla, canela, lo que quisieras. Solíamos venir siempre aquí cuando estábamos en el colegio, pero de eso hace mucho.
—¿Por qué raro? No es la primera vez que hacemos esto.
Se encogió de hombros.
Mi vista viajaba entre su cara y el resto de la gente en la cafetería, que no era mucha. Me sentía rara, como expuesta, no incómoda, sino como que estuviera esperando algo y no supiera qué.
Pasé mis dedos por mi taza, tratando de pensar en algo inteligente para decirle, pero no se me ocurría nada.
Lancé un suspiro cansado, y me llevé la taza a la boca.
—¿Volviste con André?
Casi me atraganté con el chocolate ante su pregunta.
—¿Qué?
—Me escuchaste —dijo frunciendo el ceño—. ¿Y?
—¿Por qué demonios me preguntas eso?
—Lo intuyo. —Volvió a encogerse de hombros—. ¿Volviste o no?
Lo miré con desconfianza.
—No he vuelto con él, tampoco voy a hacerlo.
Ladeó la cabeza bajando su mirada y asintió, y pude ver con claridad las comisuras de su boca levantándose en una sonrisa.
Sin darme cuenta, comencé a sonreír yo también.
—¿Y? —me dijo con una sonrisa unos segundos después—, ¿cómo va la práctica?
Me tensé, creyendo que me estaba preguntado cómo era tener a André en el Consultorio, pero cuando me di cuenta que él no sabía que compartíamos ese espacio, me relajé.
—Excelente. —Sonreí—. Ha sido increíble.
Se hizo una especie de silencio incómodo. Él no dejaba de mirarme y yo evitaba mirarlo a toda costa, de nuevo.
—¿Qué hiciste con la rosa?
Tragué fuerte.
—Se marchitó.
—¿Qué hiciste con ella?
De verdad que quise decirle que la había botado, de verdad. Pero no pude.
—La tengo guardada.
Por un segundo abrió los ojos sorprendido, pero puso su cara de poker nuevamente.
—¿Por qué?
Exacto Chiara, ¿por qué la guardaste?
—Yo…
—¿Me quieres?
—Por supuesto que te q…
—¿Me quieres? —Su voz era suave pero decidida. Sentí que su mirada me atravesaba y me obligué a levantar los ojos. Me perdí—. ¿Chia?
—No lo sé —le dije con un hilo de voz—. No sé nada.
Hizo el ademán de levantarse de su silla, pero volvió a sentarse.
—Me voy a ir a España.
Se me congeló la sangre.
—¿Te vas a ir? —Mi voz se quebró un poco y me aterroricé de pensar que no lo iba a ver más.
—Por un año.
—¿Por qué?
—Hay un proyecto gigante, buenísimo de arquitectura. Ganamos una licitación. No puedo no ir.
—¿Cuándo? —Era idiota sentir miedo, iba a volver. Pero era un año. 365 días y él volvería. Además, el miedo era injustificado, él era simplemente un amigo.
—El 23 de Noviembre.
Hice una cuenta mental.
—Eso es en 2 semanas.
—¿Te importa que me vaya?
—Eres mi amigo, por supuesto que me importa.
—¿Soy simplemente tu amigo? ¿Estás segura de eso Chia?
Se inclinó hacia adelante, y la mesa era tan pequeña, tan angosta, que tuve su cara a escasos centímetros de la mía. Su cercanía me mareo. No era normal sentir todo esto. Yo estaba loca, loca.
—S-sí.
Levantó su mano y me acarició la mejilla, despacio, como si estuviera grabando el tacto de mi piel. Se inclinó más cerca. Pensé que me iba a besar de nuevo, y me sorprendí al darme cuenta lo mucho que quería volver a sentir sus labios en los míos. Me quedé de piedra.
Cuando lo tuve tan cerca cómo para contar sus pestañas, me besó en la frente. Un escalofrío me recorrió toda la espalda.
—Nos vemos cuando vuelva —me dijo con una de esas sonrisas que hacían que sus ojos brillaran.
Me quedé de piedra en la silla mirando la nada, tratando de asimilar todas las emociones que estaban chocando como locas en mi interior. Después de unos segundos, cuando hice reaccionar mis piernas me levanté—habíamos pagado cuando ordenamos—, y salí corriendo hacia la calle. No se puede haber ido, no se puede haber ido.
Miré de un lado a otro en la calle, pero no lo vi. Corrí en dirección hacia la parada de buses, pensando que podría esperar uno para irse a su casa. No estaba ahí.
Caminé alrededor del centro de Viña del Mar por al menos unos 20 minutos, sin tener idea de dónde podía haberse metido Joaquín.
Finalmente me decidí a llamarlo. Tenía el teléfono apagado.
Me dejé caer en una banca, odiándome por dentro por haber dejado que se fuera.
Estuve sentada una hora ahí, sin hacer nada más que mirar mi teléfono y llamarlo cada cierto tiempo llamarlo. No lo volvió a encender en toda la tarde y entendí el mensaje. “No me busques. Piénsalo”.

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