7 de noviembre de 2012

Treinta y siete


“Hola tú, esto, ¿Qué es?”

—¿Vamos a tomar una cerveza? —Pame, Ernesto y Dani miraron a Lore con cara de emoción. Yo no—. Hace tiempo que no vamos.
—Y por eso nos  toman como un grupo de alcohólicos —les dije riendo—. Yo no puedo ir, vayan ustedes.
—¿Por qué no? —me preguntó Er con cara de odio.
—Tengo… tengo que salir con mi mamá. —No sé mentir—. Lo siento.
—¡Fome! —me gritó Dani—. No importa, disfrutaremos sin ti.
No sabía como iba a salir de la Uni sin que mis amigos vieran a André. Lo único por lo que  podía rezar, era para que él se hubiese atrasado.
Comenzamos a caminar hacia la salida—Ernesto cantándole una oda a la cerveza—, hasta que Lore se quedó de piedra unos pasos antes de la salida, mirando fijamente.
Mierda.
—Pensé que no le habías respondido —me dijo enfadada Lore.
—No creas que lo hice porque voy a volver con él.
—No se me ocurre otra razón, Chia.
—Sólo quiero escuchar que es lo que quiere decirme, nada más, te lo prometo.
Negó con la cabeza un par de veces y me miró con los brazos cruzados sobre su pecho.
—No me vengas llorando después, no se te ocurra.
Se dio media vuelta y caminó en dirección a la salida. Me quedé con los ojos como plato mirándola mientras se iba.
Pame y Dani fruncieron el ceño, dijeron adiós con la mano, y la siguieron.
Ernesto se quedó congelado a mi lado.
—¿Qué hace el guapetón aquí?
—No sé Er, estoy loca.
—¿Y Joaquín?
Pregúntame cualquier cosa menos eso, Ernesto. Cualquier cosa menos eso.
—No sé nada Er. Tengo que hablar con André primero, Joaquín me va a esperar.
—España no espera a nadie querida, y cuando te des cuenta de cuanto en verdad te importa, él ya se va a haber ido.
—No me digas eso —le dije en un suspiro.
—Lo digo porque te quiero. Lo has querido toda tu vida  y no quiero que te des cuenta tarde, aprovéchalo, quiérelo, disfrútalo.
Al igual que Lore, se dio media vuelta y se fue. Al llegar a la altura de André, hizo un movimiento de cabeza en su dirección a modo de saludo y siguió de largo.
Me quedé de piedra, no solo por lo que me dijo Ernesto, sino porque lo hubiese dicho. Él solía bromear mucho, y muy pocas veces decía cosas como esa con la intensidad con las que me dijo aquel entonces.
¿Cómo se supone que iba a habar ahora con André después de escuchar todo eso? ¿De estar sentada con él mientras sintiera que estaba perdiendo el tiempo?
Me acerqué, casi con miedo, hasta donde estaba él esperándome.
Mi corazón no se volvió loco ni me bailaron mariposas en el estómago, y sabía perfectamente que no era porque ya no sintiera nada por él —en el fondo sabía que lo seguía queriendo—, sino que estaba tan concentrada aun en lo que me había dicho Er que no podía procesar que, después de tanto tiempo, estaba finalmente frente a André.
—Hola —me dijo, y su sonrisa hizo que al fin saliera del aturdimiento.
—Hola —le dije mirándolo con desconfianza—. ¿Qué pasa?
—¿Caminemos?
Me encogí de hombros y me puse a caminar a su lado.
Caminamos en silencio muchas cuadras, su brazo al lado del mío enviaba corrientes eléctricas por todo mi cuerpo cada vez que se tocaban. Su mano trató de tomar la mía, pero la saqué rápidamente y la metí en los bolsillos de mi pantalón. De pronto, pensar en que me tocara se sintió incorrecto, malo. Muy, muy desagradable.
Me estremecí con el pensamiento, pero él no se dio cuenta.
—¿Cómo has estado? —me pregunto mientras miraba la gente que pasaba por nuestro lado.
—Bien, casi terminando todo ya. ¿Y tú?
—No tan bien.
Me puse a la defensiva en cuanto escuché su respuesta. No sé por qué, simplemente sentí que no me iba a gustar lo que siguiera contando.
—¿Qué pasó? —Tuve que animarlo a seguir porque se había quedado extrañamente callado.
—Problemas por todas partes, problemas de esos que te sacan de quicio.
Lo miré, extrañada, por el rabillo del ojo; tenía su mandíbula fuertemente cerrada y se marcaba la vena que tenía en la cien. Estaba enojado y no tenía idea por qué, y la verdad, me daba miedo preguntarle la razón.
Así que dejé pasar el tema hasta que, de forma inconsciente, llegamos a una plaza cercana  a mi Uni. Nos sentamos en uno de los bancos y seguimos en silencio por un par de minutos hasta que él volvió a tomar la palabra.
—Te extraño. —Giré la cabeza de golpe cuando lo escuché.
Yo no. Las palabras estuvieron a punto de salir de mi boca, sin mi permiso. Y me di cuenta de que era verdad. Hace días que no pensaba en él como antes, que no lo extrañaba —anhelaba— como lo solía hacer.
La pregunta que se me formó en la cabeza fue culpa de lo que me había dicho Ernesto, en parte, pero no pude dejar de pensar que, inconscientemente, me la estaba haciendo hace mucho tiempo.
¿Te amé de verdad? ¿A ti? ¿Todo tú, la imagen real y no lo que yo quise creer que eras?
Me miró esperando que le respondiera algo, sus ojos brillantes y expectantes, pero no podía responderle nada.
¿Qué le iba a decir?
Había bloqueado esas preguntas, todos esos pensamientos de mi mente por el miedo de su significado, por miedo a darles respuestas, porque definitivamente quedaría vacía si les daba respuesta, y cuando lo conocí, lo que menos necesita era más vacío rodeándome.
Así que opté por hacer como si no le hubiese escuchado.
—¿Cómo está Macka?
No lo pregunté de crueldad, para nada, pero me dolió en el alma haberlo dicho cuando vi como se contrajo de dolor su cara.
—No lo sé, no he hablado con ella.
Fruncí el ceño y lo miré con ojos interrogadores.
—Terminamos.
Mi boca tocó el piso, estuve segura, y un jadeo de sorpresa se me quedó atrapado en la garganta.
—¿Qué… qué pasó?
—Da igual, terminamos, eso es todo.
La única razón lógica que se me ocurría era que él se hubiera enterado de que ella lo engañaba. Pero, ¿por qué no decirme? ¿Hería su orgullo de hombre contarme que lo habían cambiado por otro? ¿Era eso?
Lo presioné un poco.
—Pero ella está… —lo miré dudosa—. Aún está embarazada, ¿verdad?
—Si, aún lo está. —Ese destello de dolor volvió a pasar por sus ojos y me di cuenta de que sí, se había enterado del engaño de Macka, y de que de verdad le había dolido.
No podía imaginarme como debe haber sido mentalizarse en que serás papá, serás responsable de alguien tan pequeño que no puede valerse por si mismo, alguien de tu propia sangre, y que de pronto, ¡zas! Llegué la posibilidad de que no sea tuyo.
Sentí lástima por él.
Volvió a repetirlo—: Te extraño.
Mi cabeza estaba pensando en un millón de cosas, ninguna de ellas coherente, todos pensamientos, ideas, preguntas escondidas que precisaban respuesta pero que no me atreví a hacer.
¿De verdad te quise, André? ¿De verdad lo hice?
—¿De verdad me extrañas? —le pregunté mirándolo fijamente para medir su reacción. Sus cejas se levantaron de sorpresa.
—Muchísimo.
—¿Estás seguro que no me extrañas ahora porque ya no la tienes a ella?
—¿No te das cuenta, Chia? Ahora sí puedo admitir que te extraño. Cambia todo. ¿Me extrañas?
No.
—No lo sé.
Cerró los ojos, como dándose cuenta de que había llegado muy tarde.
Quise decirle que ese no era el problema, que el problema fue que llegó en mal momento, no ahora, sino que la primera vez que nos vimos. Quise decirle que fui cobarde y que no había querido darme cuenta de nada. Que lo quise, pero no lo amé a él. Amé la idea de estar con él y tener a alguien que me sacara del hoyo en el que estaba. Alguien que me diera fuerzas y animo para seguir. Que no lo hice por ser una cruel persona, que jamás me di cuenta que lo estaba haciendo por eso.
Ahora lo veía todo claro.
¿Dije yo, cuando terminé con él, que no quería usar a Joaco para sacármelo de la cabeza? Trazo error. Él ya había sido el clavo en mi vida, él ya había ayudado a sacarme a alguien de la cabeza.
¿Cómo le dices a alguien todo eso? ¿Después de los llantos, las decepciones y de todo lo que habíamos pasado? ¿Cómo le dices a alguien “sabes que, todo eso jamás fue real, tan real como quise que fuera”?
Dejé salir un suspiro e incliné mi cabeza, mareada por el bombardeo de sensaciones y pensamientos.
—¿Quieres ser papá?
La pregunta lo tomó por sorpresa, pero sus ojos respondieron antes de que su voz dijera algo. Su mirada se iluminó por completo y las comisuras de su boca se levantaron en una sonrisa.
—Sí —me dijo con una tenue sonrisa, la sonrisa más tierna y cálida que le había visto en todo el tiempo que nos conocíamos.
—Se te nota —le dije, sonriendo en respuesta a su sonrisa—. Creo que serás un buen papá.
Su boca hizo un mohín pero luego se relajó, como entendiendo que este era el fin de la conversación y que no teníamos nada más que decir.
—Espero serlo. —Sonrío por completo ahora, una hermosa sonrisa de oreja a oreja que por un segundo, hizo que mi corazón se saltara un latido—. Quiero que cuando sea grande, me mire y se sienta orgullo de ser mi hijo.
Levanté mi mano y apreté la suya.
—Apuesto a que sí. 

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