“What’s the reason.”
—Yo nunca nunca… he copiado en un examen. —Mi amiga terminó de decirlo con
una sonrisa maquiavélica.
—No Anto, ¡qué fome! Con eso vamos a tener que tomar todos.
Hubo un murmullo colectivo que confirmaba lo ya dicho: a este paso,
quedaríamos todos ebrios en menos de media hora.
—No, no, no. Vayan tomando niños, vayan tomando.
Eramos seis personas: cuatro mujeres y dos hombres. Tomamos todos.
El Nunca Nunca era uno de los
mejores juegos que conocía para emborracharse. La dinámica era bastante fácil:
una persona decía, por ejemplo: yo nunca nunca he botado una cerveza al suelo.
La persona que lo hubiera hecho, debía tomarse su vaso de un trago. Si uno se
la pasaba diciendo cosas fáciles y que todos hubieran hecho, se tenía a todo el
mundo ebrio a la hora de juego.
Había pasado más de un mes desde el último día que hablé con Ignacio.
No había olvidado todo, las cosas aún dolían, pero ya me reía con
naturalidad y empezaba, de a poco, a ser yo misma de nuevo.
Me había topado con él un par de veces en la Uni. Nos habíamos saludado cortésmente
y habíamos seguido nuestro camino.
A Marce la había visto dos veces, las dos veces salí corriendo al verla.
Era una cobarde: había cosas y gente que no podía enfrentar. Prefería evitarlas
y salir corriendo, así era mucho más fácil.
Extrañaba mucho a Marce, pero no me sentía lo suficientemente fuerte para
acercarme a ella de nuevo. Ella e Ignacio seguían juntos.
Mis amigos habían decidido que, la mejor manera de curar un corazón roto,
era consumiendo cantidades industriales de alcohol. Y yo que creía que aún se
ocupaba la técnica de las películas de comer helado, ver películas románticas y
llorar con una caja de pañuelos al lado.
Ernesto, tan práctico como siempre, fue el primero en proponer la terapia de
alcohol. “Chia tienes 21 años y no voy a dejar que te encierres por culpa de un
gilipollas”, me dijo. Tenía toda la razón. ¿Cómo iba a negarme?
Las primeras dos semanas fue un ir y venir de fiestas: Ingerí el triple de
alcohol que consume una persona normal, lloré, grité y me desahogué.
Para la tercera semana, las fiestas eran grandes cantidades de alcohol pero
por costumbre… había comenzado a disfrutar pasar el rato con otras personas y
lo pasaba lo mejor que podía.
Había conocido un montón de hombres, todos ellos descartados en el primer
momento.
Esta era la cuarta semana de terapia y la última, según tenían agendado las
chicas.
Mis amigas del colegio y mis amigas de la Uni habían congeniado desde que
se conocieron, así que “la terapia” se había hecho en conjunto. Si alguna vez
algún hombre —Ernesto no contaba—, hubiera visto las maquinaciones diabólicas
que imaginamos durante esas cuatro semanas contra su género… habrían salido
huyendo despavoridos.
—Eeeeh… Yo nunca, nunca… nunca… ¿quién me da una idea? —Media hora de juego
más tarde, ya habíamos vaciado dos botella de vodka —regalo de la mamá de
Ernesto— y dos de ron. El vodka era tan fuerte, que cualquiera caía tras
tomarse sólo tres vasitos.
—¡Yo nunca, nunca he besado a un chico! —Ernesto estalló en risas y fue el
primero en levantar su vaso. La mitad de su contenido cayó fuera de su boca.
Miré mi vaso, recelosa. Al final, terminé tomando junto con el resto de mis
amigas. Estaba teniendo serios problemas para evitar que la habitación girara a
mí alrededor.
Sonó un teléfono y todos nos echamos a reír. La gente ebria era la que
mejor me caía: siempre reían por estupideces.
—¡Ese es el míoooooooo! —Lore se levantó de un salto y volvió a quedar
pegada a su silla a los segundos—. Oh Dios mío, me siento pésimo. —El teléfono
móvil siguió sonando—. ¿Dónde demonios está?
Empezamos a escuchar atentamente, para descubrir de dónde provenía el
sonido. Se escuchaba sospechosamente cerca de la cama de Buster, el perro de
Ernesto.
Miramos en esa dirección y, ¡voila! Ahí estaba el perro con el móvil entre sus
patas.
—Buster también quiere hablar. —Lore se partía de risa mientras se paraba
precariamente hasta alcanzar su teléfono—. Oh, miren, es mi nooovio—. Hacía
corazoncitos con sus manos antes de contestar su teléfono—. Hola, amor mío.
¿Cómo estás?
Lore era un año mayor que yo. Ella y Pato llevaban juntos tres años. Era
tan bonito ver a parejas como ellos dos…
—Nooo, no estoy ebria. —Mi amiga puso cara de pocos amigos—. Bueno, si, tal
vez estoy un poco ebria, pero no soy la única. —Todos nos echamos a reír. Lore
nos hizo callar con la mano mientras con la otra apretaba el teléfono contra su
oreja—. ¿Una peña? ¿Dónde?... Déjame preguntarle a los demás. —Apartó el teléfono
de su oreja y lo tapó con una mano—. Eh, granujas, ¿quieren ir a una peña en la
Católica? —La miré con una sonrisa y asentí con la cabeza. Me gustaban un
montón las peñas: era más fácil hablar con las personas que estando en un local
donde la música estaba a todo volumen, podías bailar, beber tranquila y
escuchar buena música.
—Vamos, vamos, pooorfa. —Me puse a dar saltitos, olvidándome momentáneamente
de mi estado etílico. Miré a Ernesto, que me miraba con recelo—. Er, por favor,
vamos. —Le hacía ojitos para que se le ablandara el corazón: a él no le
gustaban las oeñas, era demasiado “fashion”, según él, para ir a un evento así.
—Lo siento pero yo paso. —Lo miré y le saqué la lengua.
—Yo también paso. —Obviamente Claudio no iría. Él era la pareja de Ernesto,
llevaban juntos ocho meses, todo un récord para mi amigo.
—Chicas, ¿qué dicen? —Sabía que Anto y Pame me dirían que sí, sólo me
faltaba Dani—. Dani, ¡vamos! Puedes coquetear con todos los bateros que
aparezcan. —Mi amiga tenía una cierta debilidad por los hombres que tocaban
batería.
—Sólo si encuentro bateros extremadamente guapos. —Seguimos riéndonos
mientras Lore hablaba con Pato para que viniera a buscarnos.
—Listo. Pato dijo que llegaba en unos cuarenta minutos. Nos da tiempo a
tomarnos una taza de café y arreglarnos un poco.
Me levanté a la cocina para poner el hervidor y preparar las tazas. Ernesto
y Claudio iban a quedarse a hacer “vida hogareña”, por lo que fueron a buscar
alguna película para ver.
—¡Er! Vamos a tu pieza a arreglarnos —le
gritó Lore.
—Por supuesto. Mi casa es su casa —dijo con un tono que quería decir “adelante,
pasen sin pedir permiso”.
Nos preparamos el café y subimos a la pieza de Ernesto.
El espejo que había en su pieza era tan exageradamente grande, que ocupaba
toda una pared, y podíamos ponernos las cinco perfectamente.
Ninguna de mis amigas era parecida a la otra… Bueno, excepto Pame y Dani,
que eran gemelas y que su parecido era algo obvio y resaltaban de inmediato con
su callo casi naranjo y pecas por toda su cara.
Anto parecía una modelo de cine, con su altura, su cabello rubio y unos
ojos de un azul profundo. Lore era casi tan bajita como yo, pero mientras mi
cabello era largo hasta la cintura y de color chocolate, el suyo era de un
negro casi azabache, lo llevaba corto hasta los hombros y la hacía parecer un
duende. Tenía complejos con su trasero porque creía que era demasiado grande y
siempre trataba de ponerse camisas largas que lo cubrieran.
Ernesto siempre nos decía que un hombre tenía un cóctel de gran variedad
para elegir entre nosotras.
Los cuarenta minutos pasaron volando y antes de que nos diéramos cuenta,
Pato estaba tocando la bocina fuera de la casa, mientras Ernesto lo hacía
callar diciéndole que no eran horas para estar haciendo tanto escándalo.
Nos subimos al automóvil y diez minutos después, llegamos a la peña que estaba en
pleno apogeo: La música me llenó por completo y me sentí más viva que nunca.
Pagamos la entrada y saludé a unas cuantas personas que conocía, la mayoría
compañeros de carrera de Marce y de Joaquín, mi mejor amigo.
Por un minuto me asusté, pensando que podía encontrarme a Marce y a Ignacio
ahí, pero el susto se fue tan pronto como llegó porque esto, lo simple de una
peña, no era mucho de su estilo.
Pato fue a sentarse donde estaban sus amigos, los que nos habían guardado
puesto a las cinco.
Nos sentamos con un vaso de vino navegado cada una y nos pusimos a
conversar.
Había un tipo que estaba sentado al lado de Pato, que estaba segura de
haber visto en alguna parte. Se lo mostré a Anto pero ella no sabía quién era.
Una de las veces que lo estaba mirando, me miró directamente y levantó sus
cejas. Avergonzada, desvié la mirada y me puse a hablar con el resto de la
gente.
Al poco rato, sentí que la silla que estaba a mi lado se movía y alguien se
sentaba a mi lado. No le di mayor importancia.
Alguien me tocó el hombro, así que me di vuelta. Ahí estaba sentado “don
x”.
—Hola.
—Hola. —Me quedé callada para ver qué más decía, pero el chico no daba
señas de hablar de nuevo—. ¿Qué tal?
—Yo perfecto, ¿y tú? —Su sonrisa era un poco exagerada.
—Perfecto también. —Me iba a girar para preguntarle algo a Anto cuando el
chico me volvió a hablar.
—¿Cómo te llamas? —Ladeé la cabeza, mirándolo intrigada.
—Chiara.
—¿Cómo? —Odiaba que la gente volviera a preguntarme mi nombre. No era
común, pero tampoco era tan raro.
—C-H-I-A-R-A. Chiara.
—¿Y ese nombre? —Su voz era burlesca. ¿De
dónde conocía a este tipo?
—Es italiano. —Me gustaba mucho mi nombre, era un derivado de Clara.
—¿Eres italiana? —Sus ojos se abrieron bastante y su sonrisa se acentuó
más—. No lo pareces.
—No —me estaba enojando, su voz y sus palabras eran irritantes—, no lo soy.
Mi mamá pasaba por una fuerte fiebre Europea cuando me tuvo.
Se rió muy, muy fuerte cuando le dije eso.
Y con eso, me di cuenta de donde lo conocía y mi enojo no hizo más que
crecer.
Lo miré con cara de pocos amigos.
—Tú eres el tipo de la librería —le dije, apuntándolo con un dedo. Su risa
se detuvo un poco
—¿Perdona? ¿Qué tipo?
—Hace como un mes estaba en el Ciclón del Mall y comencé a hablarte
pensando que eras mi amiga.
Su risa volvió con más ganas todavía, si es que era posible. Llegaba a
sujetarse el estómago con las manos.
—No todos los días me confunden con una mujer —dijo riéndose.
—No te confundí con una mujer. Ni siquiera te había visto cuando te
sentaste. —Nadie podría confundirlo
con una mujer. Era de los típicos hombres que expelen masculinidad por cada
poro de su cuerpo, pero, punto para él, no parecía de esos que se jactaran de
ello.
—¿Te encontraste con tu amiga? —Su voz se suavizó un poco, supongo que recordando
lo que le conté ese día. Mi estómago se retorció.
—Sip.
Nos quedamos en silencio un rato. Pensé que iba a preguntarme algo de
Ignacio y cuando habló de nuevo, me sentí incómoda.
—Me llamo André. —Se me escapó una risita y él me miró frunciendo el ceño—.
¿Qué?
—¿Eres Francés o tu mamá también sufría de fiebre europea? —Hizo un mohín
con la boca. Me dieron ganas de apretarle las mejillas.
—Francés por lado paterno. Mi papá es de Dijon.
Lo miré con la boca abierta.
—¿Conoces Francia? —Hasta yo escuchaba el asombro en mi voz.
—Sí. —Sonrió, una sonrisa cálida, distinta a las otras—. Mi mémé tiene un
viñedo ahí, hemos ido para las vacaciones.
—¡Que envidia! —Suspiré—. Sueño con conocer Europa, pero está tan lejos de poder
pasar…
—¿Quién
sabe? —Se me acercó un poco más y me puse nerviosa—. Quizás debería raptarte y llevarte. —Comencé a reírme
pero él estaba tan serio, que la forma en que miraba hizo que me estremeciera.
¿Qué clase de hombre le dice eso a alguien que acaba de conocer?
Un tipo que coquetea con todas las mujeres que conoce, me respondí.
Me sentí incómoda y le puse atención a la chica que estaba cantando. Cuando
distinguí la canción que cantaba, le hice un gesto de silencio a André con la
mano para que no fuera a hablar.
Sólo para estar segura, le dije—: ¡Shhh! Déjame escucharla, me encanta esta
canción.
Me puse a cantar bajito De días y
flores, de Silvio Rodríguez.
Por el rabillo del ojo vi que él también cantaba. Me gustó eso, un hombre
que cantara trova me caía bien.
La siguiente canción que tocó, hizo que me estremeciera. La letra era como
el broche de oro perfecto para mi terapia: “Estoy viva, sufrí pero estoy viva,
sobreviviré como sin ti, será mejor”…
La chica que cantaba ni siquiera iba en la mitad del coro cuando me dio un
ataque de risa gigante… no podía dejar de reír.
A los dos segundos, me puse a llorar. A llorar con fuerza.
André me miró con cara de susto. Si es que ya no pensaba que estaba loca,
esto lo despejaría de toda duda.
Me levanté y salí corriendo hacia la calle. Necesitaba tomar un poco de
aire.
Salí de la peña y corrí en dirección al mar.
Ni siquiera miré cuando crucé la calle. Sentí que tocaban una bocina, miré
a mi izquierda y me paré en seco: Un auto venía a más velocidad de la permitida
y yo no me había dado cuenta. Me iba a mandar volando al menos unos cinco
metros, si es que no me pasaba algo peor. Cerré los ojos, muerta de miedo,
esperando el golpe.
Sentí que alguien me tomaba el brazo y me jalaba hacia atrás. El auto pasó
aterradoramente cerca y el hombre que manejaba gritó “imbécil” a todo pulmón.
Me quedé inmóvil, mirando la calle por la que se había ido el auto, hasta
que me di cuenta que alguien me gritaba.
—¡Cómo se te ocurre cruzar así la calle! ¿Estás loca? ¿Quieres que te
maten?
Miré a mi izquierda para ver a André gritándome con toda la fuerza que sus
cuerdas vocales le permitían.
Las venas y músculos de su cuello se marcaban por la rabia. Me dio miedo.
—Perdón —le dije en un susurro. ¿Qué más podía decir? Estaba temblando del
susto.
—Piensa un poco la próxima vez o bebe menos, no sé. ¿Nunca te enseñaron
mirar a ambos lados de la calle cuando se cruza? —Su enojo no había disminuido
ni un poco.
Me empecé a mosquear. ¿Quién se creía para venir a gritarme así? Está bien,
sí, me había salvado de un golpe que habría sido bastante grave, pero no tenía
derecho a gritarme. Ni mucho menos a decirme que bebiera menos. Lo que había
pasado no era culpa del alcohol, sino de que yo era demasiado tonta y no miraba
por donde iba.
—¡DEJA DE GRITARME! —Eso sirvió. Se quedó mutis al segundo—. No tienes
derecho a gritarme de esa manera, no es que hubiera tratado de matarme ni mucho
menos, fue un error.
Me miró y entrecerró los ojos. Noté que le palpitaba una vena en la sien.
—Al menos podrías haberme dado las gracias.
Se dio media vuelta y volvió a entrar a la peña.
Me senté en la escaleras de la entrada y traté de tranquilizarme.
Ya no me sentía extraña, no sentía ese nudo que me había producido escuchar
la canción: el susto del casi atropello me había despejado la cabeza.
Se me escapó un suspiro de alivio y me eché a reír de nuevo.
Ese sí que había sido un buen cierre de terapia: Cada vez que se te ocurra pensar en Ignacio, un auto te pasará a dos
milímetros de distancia para recordarte que pensar en él está PROHIBIDO.
Había que verle el lado bueno a todo, ¿no?
Metí las manos en mis bolsillos buscando mis cigarros, sólo para recordar
que los había dejado sobre la mesa, dentro de la peña.
Me levanté, sacudí mis pantalones y volví a entrar.
Dentro, habían desplazado alguna de las mesas para hacer una improvisada
pista de baile. Uno de los grupos que ya se había presentado estaba ahora
tocando música de Chico Trujillo, la
mejor música chilena bailable.
Vi que André seguía sentado en nuestra mesa, solo. El resto estaba bailando
animadamente.
Fui a buscar un vaso de ron y decidí pedirle disculpas... Me había
comportado como una tonta allá afuera.
Ni siquiera me miró cuando me senté a su lado. Con uno de sus pies seguía
el ritmo de la música y se reía de los bailes ridículos que hacían los demás.
Me tomé todo el ron de un trago y sintiéndome un poco más valiente, me
dispuse a pedirle disculpas, pero él se me adelantó.
—¿Bailas? —Ahora ya no había sonrisas. Debí haberlo cabreado bastante.
—Evito hacerlo cuando he tomado tanto como hoy. —Hice una mueca. Mi
estómago no se sentía especialmente animado para que yo me pusiera a dar
vueltas como loca.
—Pffff, el alcohol no hace nada. —Me miró y extendió la mano—. Vamos.
Por muy mareada que me sintiera, no me podía negar a bailar. Me encantaba hacerlo.
No era todo lo coordinada que quisiera, pero hacía el empeño.
Mi compañero parecía ser del mismo grupo de bailarines que yo. Esto sólo
hizo que toda la hora la pasáramos saltando, girando, cantando y haciendo pasos
imposibles con el resto del grupo.
En medio del baile, se acercaron Anto, Pame y Dani para decirme que el
novio de Pame las había ido a buscar y preguntaron si necesitaba que me
llevaran. Les dije que no se preocuparan, Pato era mi chofer designado en estas
salidas y la casa de Lore mi guarida preferida.
Sudando a más no poder, nos fuimos todos a sentar y Pato con otros de sus
amigos compraron unas cervezas para disminuir el calor.
Mi pepe grillo interior me decía que no debía tomar ni una gota más de
alcohol, por más que fuera sólo cerveza, pero hoy me sentía casi una chica
mala, así que envié a mi pepe grillo a una isla muy lejana.
A la media hora de estar brindando incluso por las moléculas de polvo que
nos rodeaban, me sentí verdaderamente mal.
Me moví un poquito para hablarle a Lore y que me acompañara al baño, sólo
para encontrarme que estaba mucho peor que yo.
Me levanté como pude y me dirigí al baño. Debería de haberme quedado en la
noche hogareña en la casa de Ernesto, ya había tomado suficiente en su casa.
No sé cuánto tiempo estuve ahí, con la cabeza apoyada en el inodoro
tratando de que el mundo dejara de dar vueltas, pero cuando volví, no había ni
rastro de Lore, mucho menos de Pato.
La borrachera se me fue de golpe.
Oh, mierda. ¿Cómo
me iba ahora? ¿Y dónde demonios estaban mis cosas?
Comencé a mirar hacia todos lados tratando de encontrarlos, pero no los
veía. Tampoco veía al resto de los amigos de Pato. Me comencé a desesperar.
—¿Buscas a alguien? —Me di vuelta para ver que André me miraba con cara de
suficiencia y tenía mi bolso en su hombro. Se veía tan poco masculino que me
hubiese dado un ataque de risa si no fuera por lo mal que me sentía.
—¿Dónde está Lore?
—Pato dijo que se la llevaba a su casa. La escuché decir que si llegaba en
ese estado, su mamá la mataba.
No me extrañaba. Mi amiga podría haber tenido cuarenta años, estar casada, con
seis hijos y su mamá la seguiría regañando por haber bebido más de lo que debía.
Me pasó mi bolso y lo colgué en mi hombro. Metí mi mano dentro para buscar
mi teléfono y llamar a Joaquín. No nos veíamos
mucho —si no estaba en clases, andaba coqueteándole a alguien o con su
novia de turno—, pero me salvaba en situaciones como estas.
Comencé a teclear su número.
—¿A quién llamas? —André levantó una de sus cejas. Al parecer era una
especie de tic que tenía, lo había visto levantar la ceja durante toda la
noche.
—A un amigo para que venga a buscarme.
—¿Y para que haces eso? —Comenzó a reírse de nuevo y yo empecé a enojarme.
Esto era un maldito círculo vicioso. Pero debía admitir que se veía bastante
lindo cuando reía.
—Eeeeh, ¿no es un poco obvio? Se supone que Pato nos llevaba a mí y a Lore hasta
su casa, pero ahora me quedé aquí, tirada. No es una opción tomar un bus e irme
a mi casa a esta hora. —Sin decir que mi mamá también pondría el grito en el
cielo si me veía llegar en este estado.
—Yo te llevo. —Lo miré sin entenderle.
—¿Tú me llevas? —Eso sí que no me lo esperaba.
—¿Tú crees que Pato se hubiese ido si no tuvieras con quien irte? —Él chico
aquí tenía un punto, eso era verdad. Pero, ¿irme con él? Ni de broma. El tipo
me desesperaba cada vez que abría la boca.
—Ehhh… ¿vivo lejos? No, no leeeejos, pero no acá en Valparaíso. A esta hora
puedo demorarme unos treinta minutos en llegar, sin tener en cuenta lo que
cuesta tomar un bus vacío que vaya hacia mi casa.
—Algo así me dijo Pato, así que le dije que te podías quedar en mi casa. —Mi
boca se abrió de la sorpresa y mis ojos también. André iba a comenzar a reírse,
pero se frenó—. No es como si fuera un violador o algo así. Vivo con más gente,
un hombre y una mujer. Están acá también, nos vamos en un rato.
Me lo pensé. Podía llamar a Joaquín y pedirle que me viniera a buscar,
aunque lo más probable era que interrumpiera lo que sea que estuviera haciendo
con su novia de turno. Vendría igual, pero yo no era de las personas que
arruinaban los buenos momentos de alguien más si tienen la opción de no
hacerlo.
—Vale, me voy con ustedes.
—Marqué bastante la palabra ustedes para que le quedara claro.
Al menos André no era un total desconocido: si era amigo de Pato, era de
fiar. Aunque pensándolo bien, Ignacio era amigo de Pato y muy de fiar no había
sido.
—German toca en uno de los últimos grupos que se presentan, cuando termine,
nos vamos.
Genial. Suspiré.
Yo necesitaba con urgencia apoyar la cabeza en una almohada, pero ahora tendría
que esperar al menos una hora más.
—Voy a buscar algo para tomar, ¿te traigo algo? —¿Alguna vez había pensado
que él no era de los hombres que se jactaban de ser guapos? Bien, estaba
equivocada. Tenía toda la pose de hombre encantador y yo aborrecía a los
hombres así.
—Una coca cola podría ser.
Ahora que estaba segura de que no tendría que irme sola, el alcohol estaba
volviendo a retorcer mi estómago y mi cabeza.
Me quedé quietecita en mi silla y no me moví para nada. El mundo me daba
vueltas y veía cuatro grupos tocando en vez de ver sólo a uno.
Para cuando André me dijo que nos íbamos, yo no podía estar más feliz.
Me levanté despacio y al hacerlo, el mundo se me dio vuelta. André me
sostuvo para que no me cayera.
—¿Te sientes bien? —Su voz sonaba a preocupación genuina.
—Sí. —No iba a demostrar lo mal que me sentía frente a alguien que ni
conocía.
Me miró un segundo más de lo normal pero no dijo nada. Me sostuve de la
mesa para despejarme y poder seguir caminando.
Además de German y Allison, sus compañeros de piso, iban a su casa cinco o
seis personas más. Supuse que seguirían la fiesta ahí.
Ni siquiera le había preguntado dónde vivía, pero suplicaba porque el
trayecto en bus no fuera largo: mi estómago no iba a aguantar mucho más y yo
realmente necesitaba acostarme.
Cuando pasamos de largo el paradero, comencé a inquietarme.
—¿Dónde vives?
—Subida Cumming.
Hice unos cálculos mentales: para llegar a Cumming debíamos caminar, como
mínimo, unas veinte cuadras, quizás un poco más. Eso sin contar la calle que
era en subida.
André me miro de reojo.
—¿Qué? —Me veía preocupada, lo sabía, pero estaba muy mareada y el suelo se
me movía hacia todos lados.
—Nada.
Siguió caminando tranquilamente. El resto del grupo iba delante de nosotros
dando vueltas y cantando.
Cinco cuadras más adelante, me di cuenta de que comenzábamos a quedarnos
muy rezagados: André mantenía mi paso. Por lo general, yo caminaba lento, pero
estando ebria, una tortuga podía ganarme fácilmente.
Sólo por solidarizar un poco, comencé a caminar más rápido.
No había ni dado cinco pasos cuando se me enredaron los pies, tropecé con
la acera y me caí estrepitosamente, haciendo que el empeine de mi pie derecho
tocara la calle. Me dolió horrores.
Por instinto me toqué el tobillo: sólo rozarlo hizo que se me nublara la
vista de dolor.
—¿Estas bien? —Levanté la mirada para ver a André inclinado sobre mí, mirando
mi pie con cara de preocupación.
—Me doblé el pie. —Se me escapó una lágrima de dolor.
—Déjame verlo. —Se agachó e hizo un gesto para que quitara mis manos y
revisarme el tobillo.
—¡No! —Me miró extrañado—. No lo toques, me duele mucho. —Parecía una niña
pequeña.
—No pasa nada. —Me dio una sonrisa dulce, de esas calculadas para derretir
el corazón de una mujer. Una sonrisa que yo conocía muy bien—. Estudio
medicina.
Alá. Esa
sonrisa la usaban todos los médicos que yo conocía.
—Es una broma. —Últimamente, todo hombre que se me cruzaba por delante
estaba estudiando medicina. Debía ampliar mi círculo social, urgentemente.
—¿Por qué debería de ser una broma? —Volvió a levantar la ceja.
—No sé, sólo decía.
—Como sea, déjame revisarte el tobillo, te caíste bastante feo.
—Como si la gente normal se cayera bonito —dije en voz baja, pero me
escuchó y puso los ojos en blanco.
Dudé unos segundos pero, ¿quién era yo para negarle a un hombre la
oportunidad de comportarse como un príncipe azul y salvar a la damisela en
peligro? Había que darle una oportunidad.
Asentí con la cabeza y me tomó delicadamente el talón con la mano. Sentí un
tirón que me llegó hasta la columna.
—¿Un esguince? —Se veía serio y decidido, estaba totalmente metido en el
papel de “doc”. Me miró—. ¿Puedes levantarte?
Dudé un poco y medí el dolor que había sentido. Podía levantarme, pero
caminar era otra cosa.
Apoyé una mano en el suelo para darme impulso y no tener que apoyar el peso
de mi cuerpo en mi pie.
Pude pararme, pero mantuve el pie levantado, evitando apoyarlo.
—Necesito que pises.
Negué con la cabeza.
—Me va a doler.
—Cobarde. —¿Me estaba retando?
—No soy cobarde, tengo cero resistencia al dolor que es distinto.
—Cobarde. —Comenzó a reírse de nuevo.
Esto era el colmo. Yo tenía un pie esquinzado, me sentía pésimo ¿y el muy
bastardo se reía de mí?
Le di una mirada fulminante y apoyé decididamente el pie derecho en el
suelo. Al segundo, deseé no haberlo hecho.
Perdí el equilibrio por el dolor y André tuvo que sujetarme para que no
volviera a caerme.
—Te duele.
—¡Te dije que me dolía! —¿Es que acaso estaba sordo?
Pensó durante unos segundos y me soltó. Se agacho frente a mí.
—¿Qué haces?
—Yo te llevo. —No podía ver su cara, pero apostaba a que estaba sonriendo.
—No gracias. —Me crucé de brazos e hice un puchero con la boca.
Se dio vuelta y puso cara de pocos amigos.
—No puedes caminar. Acabas de intentarlo y casi te caes de nuevo. Yo te
llevo. —Lo último no era una opción, era una orden.
Lo miré y me puse roja.
—¿Pretendes llevarme a cuestas hasta tu casa? Falta bastante.
—No voy a dejarte tirada aquí. Y mientras más rápido te subas a mi espalda
mejor, los otros ya se han adelantado bastante.
Cierto. El resto del grupo iba por lo menos dos cuadras más adelante.
Volví a hacer un puchero.
—Vale, me llevas. Pero te aviso que no soy liviana.
Hizo rodar sus ojos mientras se ponía de espaldas a mí y volvía a
agacharse. Pasé mis manos por delante de su cuello e hice una especie de amarra
con mis manos.
Con un mísero esfuerzo —tomando en cuenta que llevaba a cuestas 55 Kgrs—, se
puso en pie y tomo mis pies para que los apoyara en su estómago.
Sin decir nada, se puso a caminar rápidamente hasta que estuvo a una menor
distancia del resto del grupo que, notando que nos habíamos quedado atrás, nos
estaban esperando.
Siguieron caminando y comenzaron a entonar canciones de Pedro Aznar.
El pecho de André vibraba a medida que cantaba y comenzaron a cerrárseme
los párpados. Era tan calmante como cuando te hacían cariño en el pelo para que
te quedaras dormida.
Yo iba apenas susurrando las canciones, apoyada en el hombro de André para
evitar quedarme dormida.
Cuando noté que finalmente, el sueño me ganaba, sentí que André levantaba
una mano y me acariciaba un lado de la cara.
Dejo caer la mano y siguió caminando.
Se me agitó el corazón.
No me gusto para nada esa sensación.
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