17 de septiembre de 2012

Cuatro

"Es que en el arte de perderte he ganado."


A la mañana siguiente me sentía aturdida, apenas podía abrir los ojos de lo hinchado que los tenía y la cabeza me dolía horriblemente.
Extendí la mano hacia el velador para ver la hora. 13:00 pm.
Había dormido casi un día entero. Cualquiera pensaría que me sentiría un poco más tranquila, pero no.
Y yo sabía muy bien por qué.
Tomé mi teléfono y marqué el número de Marcela. Me contestó al tercer tono.
—¡Chiaaaaa! —me gritó con toda la alegría del mundo con su voz chillona—. Amiga, ¿cómo estás? Te llamé ayer pero tu teléfono estaba apagado.
Tuve que respirar profundamente dos veces para poder responderle tranquilamente.
—Sí, es que me dolía la cabeza, así que lo apagué para poder dormir tranquila. —La Chiara diabólica en mi me decía que dejara de ser tan buena y le gritara todos los insultos que me sabía. ¿Estás ocupada hoy?
—Para ti, nunca —¿Se daba cuenta ella de lo falso que sonaba eso?—. ¿Dónde nos juntamos?
—¿Puede ser en mi casa? Aún me duele un poco la cabeza
—Por supuesto, pasaré por allá alrededor de las cuatro, ¿bueno?
—Perfecto, te espero. Bye. —Corté. Apreté la almohada hasta que los nudillos me quedaron blancos.
Ahora tenía que esperar a la “mejor amiga del mundo”, para que viniera a explicarme qué demonios era lo que había visto ayer.
A Marcela la conocí cuando teníamos diez años. Se había cambiado de colegio y de ciudad porque habían trasladado a su papá.
La profesora la sentó a mi lado. Congeniamos de inmediato. La incluí a mi grupo de amigas y desde ahí fuimos inseparables.
Hasta ayer.
Me fui a dar una ducha rápida y a buscar unos cubos de hielo para ponérmelos en los ojos y que así bajara un poco la hinchazón. No iba a permitir que Marcela viera el estado en el que había caído, no antes de que entendiera un poco —o mejor todo— lo que había pasado. Mi mamá me había dejado una nota diciendo que iba a tratar de llegar temprano del trabajo para que yo no estuviera sola. Dejo hecho mi almuerzo preferido: Lasaña.
Metí una porción gigantesca al microondas y cuando estuvo lista, la llevé a mi pieza. Manu, un Beagle de cuatro años, me seguía muy de cerca.
Nos instalamos en el suelo de mi pieza, Manu apoyado en mis rodillas y yo envuelta en una manta.
El invierno era mi estación preferida del año: me encantaba caminar bajo la lluvia, me gustaba el frío y me gustaban los días nublados.
Pero hoy no era de mi total agrado. Era como si pudiera ver reflejado mi estado de ánimo en el clima, era como si todo el mundo pudiera ver lo mal que me sentía.
Cinco minutos para las cuatro ya me estaba mordiendo las uñas. Manu se daba vueltas de un lado para otro, nervioso porque yo estaba nerviosa. Cuando sonó el citófono del apartamento, di un salto.
—¿Sí?
—Srta. Chiara, llegó la Srta. Marcela.
—Hágala pasar Don Beto, gracias. —Y puede también dejarla amarrada al medio de la calle para que los autos pasen sobre ella.
Sonó el timbre. Fui caminando lentamente, pensando con qué cara la iba a mirar pero, cuando abrí la puerta, no supe que cara poner.
Ahí estaban los dos. Juntos. En la puerta de mi apartamento. Y de la mano.
El primer pensamiento que tuve fue cerrarles la puerta en la cara, pero era demasiado infantil.
Podría haberlos golpeado a los dos y gritarles, pero no quería que me vieran así de mal.
Así que opté por la mejor opción: dejé la puerta abierta y me fui a sentar al sofá.
Sentí que se cerró la puerta. Casi esperaba que si me daba vuelta, no vería nadie, pero era pedir demasiado.
—Chia… —Levanté la mano para que Ignacio se callara. No quería escucharlo hablar, al menos no aún.
—¿Se puede saber qué es esto? ¿Una broma de mal gusto?
—Nosotros… no queríamos que te enteraras así. —Cállate, Marcela. Cállate. Me daban ganas de ahorcarla.
Me levante del sofá y me di la vuelta para poder mirarlos. Los muy cara dura seguían de la mano y me miraban con cara de culpa.
Aunque se los comiera la culpa, ninguno iba a sentir nunca lo que yo estaba sintiendo ahora. Era tan injusto.
—¿Cómo se supone que me tenía que entrar? ¿Me lo iba a decir alguien que no fuera ninguno de ustedes dos? ¿Me lo iban a contar cuando ya se hubiesen reído bastante? ¿Cuándo mierda se supone que me lo iban a decir? —Se me estaban llenando los ojos de lágrimas. No podía dejar que cayeran, no podía dejar que me vieran llorar—. ¿Quién les dijo? ¿Pato o Lore?
Ignacio se veía notablemente incómodo, como si yo fuera un bicho raro. Yo. La persona con la que había compartido estos dos últimos años, a la que le había hecho promesas… me miraba con la cara que uno mira a los perros que están abandonados en la calle.
—Un poco después de que hablé contigo me llamó Lore. Nunca dijo que viniéramos los dos, pero cuando llamé a Ignacio y le conté, él creyó que lo mejor era que estuviéramos los dos aquí. —No me miraba cuando hablaba, miraba al piso y retorcía los dedos de la mano que tenía libre.
Verla tocar a Ignacio me daba náuseas. Mis pies querían correr a donde estaban y soltarlos, alejarlos los más que pudiera, pero gracias a Dios aún estaba lo suficientemente controlada como para evitar hacer eso. Aunque no por mucho tiempo más.
—¿Les importaría… podrían soltarse las manos?
Los ojos de ambos cayeron a sus manos unidas como si estuvieran tan acostumbrados a ese gesto, que no se habían dado cuenta de lo que hacían. Se soltaron de un salto. Eso me dio más náuseas aún.
—¿Cuánto tiempo? —La pregunta salió antes de que pudiera cerrar la boca y cosérmela.
Se miraron como preguntándose quién de los lo diría y por la manera en que lo hicieron, estaba segura de que dirían que se estaban viendo hace mucho más de dos semanas.
—Seis meses.
Se me dio vuelta el mundo. Me flaquearon las rodillas y tuve que sujetarme al respaldo del sofá.
Ignacio dio un paso hacia adelante como para sostenerme si me caía, pero Marcela lo tomó del brazo, impidiéndole avanzar más.
—Eso es mucho tiempo. —No fue nada más que un susurro, pero supe que ambos lo habían oído. Marcela tenía una expresión extraña en su rostro, no supe descifrarla.
—Empezó el fin de semana que nos fuimos a Olmué. —¿Necesitaba tanto información? Lo pensé un segundo. Si, definitivamente la necesitaba—. Fue una vez, alcohol y demases. Prometimos no decirte nada porque no había sido nada importante, pero se repitió y después… después no lo pudimos evitar.
No lo pudimos evitar. ¿No pudo evitar hacerle daño a su mejor amiga? ¿Meterse con el novio de su mejor amiga? ¿Qué clase de persona hace eso?
—Nunca quisimos que esto pasara, pero uno no elige de quien se enamora, Chia. Siento mucho, mucho que haya… —Bloqueé mentalmente la voz de Marcela diciéndome que ellos se amaban. Cuando se dio cuenta de que no le estaba prestando atención, comenzó a hablar más fuerte. Tapé mis oídos con mis manos y comencé a tararear la nana francesa otra vez.
Marcela estaba enojada. Odiaba que la gente no la escuchara cuando hablaba.
Perfecto. Yo odiaba que mi mejor amiga me quitara a mi novio.
No aguanté más. Caminé con paso decidido hasta donde estaban y estampé, con todas mis fuerzas, mi mano en la mejilla de Marcela. Su cabeza dio la vuelta. Ella se limitó a mirarme con la boca fruncida. Oh si, ella estaba muy enojada y extrañamente, yo me sentí un poco mejor.
—Eso fue innecesario. —Marcela estaba tocándose la mejilla golpeada con una mano mientras que Ignacio me miraba a mí y luego a ella.
—Chia, por favor no te desquites con ella, yo también tengo la culpa.
Su voz fue lo que hizo que me quebrara. Su voz y la manera en que la miró cuando me estaba hablando. La miraba como me miraba antes a mí. ¿Cómo es que nunca me di cuenta? Ciega, estaba completamente ciega.
Caí de rodillas al suelo y me puse a llorar.
Ignacio dio un paso adelante y al igual que la vez anterior, se detuvo antes de llegar a mí. No supe si se detuvo él o lo detuvo Marcela, la verdad tampoco me importaba.
Mi corazón volvió a romperse en mil pedazos.
Escuché que comenzaban a moverse y vi sus pies caminando en dirección a la puerta. Levanté la cabeza sólo para como Ignacio rodeaba a Marcela con un brazo. Sus hombros temblaban.
Estaba llorando.
Por un segundo, uno pequeño, me sentí mal por ella. Después, me di cuenta que él le daba un beso en la cabeza, tal como lo hacía conmigo cuando yo lloraba.
Me levanté y me saqué el anillo que llevaba desde hacía un año en el dedo del medio de mi mano derecha.
“Siempre voy a estar contigo mi niña, siempre”. Eso fue lo que me dijo mientras me ponía el anillo. Palabras vacías. Mentiras.
—Ignacio. —Se detuvieron los dos en seco, pero sólo él volteó a verme. Cuando vio el anillo que sostenía en alto para que lo tomara, sus ojos se abrieron de golpe. Podría jurar que vi arrepentimiento en ellos, pero una mujer que está rota por dentro sólo ve lo que ella quiere—. No necesito más esto.
—No. Ese fue un rega…
—Las palabras que dijiste cuando me lo diste ahora ya no valen. No quiero tenerlo. No puedo.  —Lo último lo dije en un susurro. No lo escuchó.
Extendió su mano para tomar el anillo y sus dedos rozaron brevemente mi mano. Se me encogió el estómago y se me erizaron los pelos de los brazos.
Tomó el anillo, se dio la vuelta y siguió caminando rodeando la cintura de Marcela.
Caí de nuevo de rodillas.
Se cerró la puerta muy despacio.
Se habían ido los dos. Para siempre.
Rompí a llorar con más ganas que nunca.

1 comentario:

  1. adriana hernanfez30 de mayo de 2014, 6:50

    ayyyyyyyyyyyyy por dios odio al nacho y a la baratija de seudoamiga grrrrrrrrrrrrrr

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