A la mañana siguiente me sentía aturdida, apenas podía
abrir los ojos de lo hinchado que los tenía y la cabeza me dolía horriblemente.
Extendí la mano hacia el velador para ver la hora. 13:00
pm.
Había dormido casi un día entero. Cualquiera pensaría que
me sentiría un poco más tranquila, pero no.
Y yo sabía muy bien por qué.
Tomé mi teléfono y marqué el número de Marcela. Me
contestó al tercer tono.
—¡Chiaaaaa! —me gritó con toda la alegría del mundo con su voz chillona—. Amiga,
¿cómo estás? Te llamé ayer pero tu teléfono estaba apagado.
Tuve que respirar profundamente dos veces para poder
responderle tranquilamente.
—Sí, es que me dolía la cabeza, así que lo apagué para
poder dormir tranquila. —La Chiara diabólica en mi me decía que dejara de ser
tan buena y le gritara todos los insultos que me sabía—. ¿Estás ocupada hoy?
—Para ti, nunca —¿Se
daba cuenta ella de lo falso que sonaba eso?—. ¿Dónde nos juntamos?
—¿Puede ser en mi casa? Aún me duele un poco la cabeza
—Por supuesto, pasaré por allá alrededor de las cuatro,
¿bueno?
—Perfecto, te espero. Bye. —Corté. Apreté la almohada
hasta que los nudillos me quedaron blancos.
Ahora tenía que esperar a la “mejor amiga del mundo”, para
que viniera a explicarme qué demonios era lo que había visto ayer.
A Marcela la conocí cuando teníamos diez años. Se había
cambiado de colegio y de ciudad porque habían trasladado a su papá.
La profesora la sentó a mi lado. Congeniamos de
inmediato. La incluí a mi grupo de amigas y desde ahí fuimos inseparables.
Hasta ayer.
Me fui a dar una ducha rápida y a buscar unos cubos de
hielo para ponérmelos en los ojos y que así bajara un poco la hinchazón. No iba
a permitir que Marcela viera el estado en el que había caído, no antes de que
entendiera un poco —o mejor todo— lo que había pasado. Mi mamá me había dejado
una nota diciendo que iba a tratar de llegar temprano del trabajo para que yo
no estuviera sola. Dejo hecho mi almuerzo preferido: Lasaña.
Metí una porción gigantesca al microondas y cuando estuvo
lista, la llevé a mi pieza. Manu, un Beagle de cuatro años, me seguía muy de
cerca.
Nos instalamos en el suelo de mi pieza, Manu apoyado en
mis rodillas y yo envuelta en una manta.
El invierno era mi estación preferida del año: me encantaba
caminar bajo la lluvia, me gustaba el frío y me gustaban los días nublados.
Pero hoy no era de mi total agrado. Era como si pudiera
ver reflejado mi estado de ánimo en el clima, era como si todo el mundo pudiera
ver lo mal que me sentía.
Cinco minutos para las cuatro ya me estaba mordiendo las
uñas. Manu se daba vueltas de un lado para otro, nervioso porque yo estaba
nerviosa. Cuando sonó el citófono del apartamento, di un salto.
—¿Sí?
—Srta. Chiara, llegó la Srta. Marcela.
—Hágala pasar Don Beto, gracias. —Y puede también dejarla amarrada al medio de la calle para que los
autos pasen sobre ella.
Sonó el timbre. Fui caminando lentamente, pensando con
qué cara la iba a mirar pero, cuando abrí la puerta, no supe que cara poner.
Ahí estaban los dos. Juntos. En la puerta de mi apartamento.
Y de la mano.
El primer pensamiento que tuve fue cerrarles la puerta en
la cara, pero era demasiado infantil.
Podría haberlos golpeado a los dos y gritarles, pero no
quería que me vieran así de mal.
Así que opté por la mejor opción: dejé la puerta abierta
y me fui a sentar al sofá.
Sentí que se cerró la puerta. Casi esperaba que si me
daba vuelta, no vería nadie, pero era pedir demasiado.
—Chia… —Levanté la mano para que Ignacio se callara. No
quería escucharlo hablar, al menos no aún.
—¿Se puede saber qué es esto? ¿Una broma de mal gusto?
—Nosotros… no queríamos que te enteraras así. —Cállate, Marcela. Cállate. Me daban
ganas de ahorcarla.
Me levante del sofá y me di la vuelta para poder
mirarlos. Los muy cara dura seguían de la mano y me miraban con cara de culpa.
Aunque se los comiera la culpa, ninguno iba a sentir nunca
lo que yo estaba sintiendo ahora. Era tan
injusto.
—¿Cómo se supone que me tenía que entrar? ¿Me lo iba a
decir alguien que no fuera ninguno de ustedes dos? ¿Me lo iban a contar cuando
ya se hubiesen reído bastante? ¿Cuándo mierda se supone que me lo iban a decir?
—Se me estaban llenando los ojos de lágrimas. No podía dejar que cayeran, no
podía dejar que me vieran llorar—. ¿Quién les dijo? ¿Pato o Lore?
Ignacio se veía notablemente incómodo, como si yo fuera
un bicho raro. Yo. La persona con la
que había compartido estos dos últimos años, a la que le había hecho promesas… me
miraba con la cara que uno mira a los perros que están abandonados en la calle.
—Un poco después de que hablé contigo me llamó Lore.
Nunca dijo que viniéramos los dos, pero cuando llamé a Ignacio y le conté, él
creyó que lo mejor era que estuviéramos los dos aquí. —No me miraba cuando
hablaba, miraba al piso y retorcía los dedos de la mano que tenía libre.
Verla tocar a Ignacio me daba náuseas. Mis pies querían correr
a donde estaban y soltarlos, alejarlos los más que pudiera, pero gracias a Dios
aún estaba lo suficientemente controlada como para evitar hacer eso. Aunque no
por mucho tiempo más.
—¿Les importaría… podrían soltarse las manos?
Los ojos de ambos cayeron a sus manos unidas como si
estuvieran tan acostumbrados a ese gesto, que no se habían dado cuenta de lo
que hacían. Se soltaron de un salto. Eso me dio más náuseas aún.
—¿Cuánto tiempo? —La pregunta salió antes de que pudiera
cerrar la boca y cosérmela.
Se miraron como preguntándose quién de los lo diría y por
la manera en que lo hicieron, estaba segura de que dirían que se estaban viendo
hace mucho más de dos semanas.
—Seis meses.
Se me dio vuelta el mundo. Me flaquearon las rodillas y
tuve que sujetarme al respaldo del sofá.
Ignacio dio un paso hacia adelante como para sostenerme
si me caía, pero Marcela lo tomó del brazo, impidiéndole avanzar más.
—Eso es mucho tiempo. —No fue nada más que un susurro,
pero supe que ambos lo habían oído. Marcela tenía una expresión extraña en su
rostro, no supe descifrarla.
—Empezó el fin de semana que nos fuimos a Olmué. —¿Necesitaba
tanto información? Lo pensé un segundo. Si, definitivamente la necesitaba—. Fue una vez, alcohol y demases. Prometimos no decirte
nada porque no había sido nada importante, pero se repitió y después… después
no lo pudimos evitar.
No lo pudimos evitar. ¿No pudo evitar hacerle
daño a su mejor amiga? ¿Meterse con el novio de su mejor amiga? ¿Qué clase de
persona hace eso?
—Nunca quisimos que esto pasara, pero uno no elige de
quien se enamora, Chia. Siento mucho, mucho que haya… —Bloqueé mentalmente la
voz de Marcela diciéndome que ellos se amaban.
Cuando se dio cuenta de que no le estaba prestando atención, comenzó a hablar
más fuerte. Tapé mis oídos con mis manos y comencé a tararear la nana francesa
otra vez.
Marcela estaba enojada. Odiaba que la gente no la
escuchara cuando hablaba.
Perfecto. Yo odiaba
que mi mejor amiga me quitara a mi novio.
No aguanté más. Caminé con paso decidido hasta donde
estaban y estampé, con todas mis fuerzas, mi mano en la mejilla de Marcela. Su
cabeza dio la vuelta. Ella se limitó a mirarme con la boca fruncida. Oh si, ella estaba muy enojada y
extrañamente, yo me sentí un poco mejor.
—Eso fue innecesario. —Marcela estaba tocándose la
mejilla golpeada con una mano mientras que Ignacio me miraba a mí y luego a
ella.
—Chia, por favor no te desquites con ella, yo también
tengo la culpa.
Su voz fue lo que hizo que me quebrara. Su voz y la
manera en que la miró cuando me estaba hablando. La miraba como me miraba antes
a mí. ¿Cómo es que nunca me di cuenta? Ciega, estaba completamente ciega.
Caí de rodillas al suelo y me puse a llorar.
Ignacio dio un paso adelante y al igual que la vez
anterior, se detuvo antes de llegar a mí. No supe si se detuvo él o lo detuvo
Marcela, la verdad tampoco me importaba.
Mi corazón volvió a romperse en mil pedazos.
Escuché que comenzaban a moverse y vi sus pies caminando
en dirección a la puerta. Levanté la cabeza sólo para como Ignacio rodeaba a
Marcela con un brazo. Sus hombros temblaban.
Estaba llorando.
Por un segundo, uno pequeño, me sentí mal por ella.
Después, me di cuenta que él le daba un beso en la cabeza, tal como lo hacía
conmigo cuando yo lloraba.
Me levanté y me saqué el anillo que llevaba desde hacía
un año en el dedo del medio de mi mano derecha.
“Siempre voy a estar contigo mi niña, siempre”. Eso fue lo que me dijo mientras me
ponía el anillo. Palabras vacías. Mentiras.
—Ignacio. —Se detuvieron los dos en seco, pero sólo él
volteó a verme. Cuando vio el anillo que sostenía en alto para que lo tomara,
sus ojos se abrieron de golpe. Podría jurar que vi arrepentimiento en ellos,
pero una mujer que está rota por dentro sólo ve lo que ella quiere—. No
necesito más esto.
—No. Ese fue un rega…
—Las palabras que dijiste cuando me lo diste ahora ya no
valen. No quiero tenerlo. No puedo. —Lo
último lo dije en un susurro. No lo escuchó.
Extendió su mano para tomar el anillo y sus dedos rozaron
brevemente mi mano. Se me encogió el estómago y se me erizaron los pelos de los
brazos.
Tomó el anillo, se dio la vuelta y siguió caminando
rodeando la cintura de Marcela.
Caí de nuevo de rodillas.
Se cerró la puerta muy despacio.
Se habían ido los dos. Para siempre.
Rompí a llorar con más ganas que nunca.
ayyyyyyyyyyyyy por dios odio al nacho y a la baratija de seudoamiga grrrrrrrrrrrrrr
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