“Soy víctima del impulso de mi
propio corazón.”
Los tres días que habían pasado desde la visita de la parejita, habían sido
como un borrón: me movía por inercia y me limitaba a estar echa un ovillo en mi
cama.
Sabía que tenía cosas que hacer, que tenía que moverme, pero no podía.
Lore, Dani y Pame vinieron a hacerme compañía todos los días.
No pensaba, simplemente pasaba de día en día mientras las escuchaba
hablarme.
Mi mamá me hacía compañía en las noches: la idea era no dejarme sola un
segundo para que no pensara en lo que había pasado. Pero el dolor seguía ahí,
aunque ya no pensara y no llorara.
Me sentía vacía.
Pero cuando llegó el día lunes, me obligué a alejar el frío de mi cuerpo.
Tenía clases y necesitaba la rutina para detener el remolino de pensamientos
que amenazaban con llenarme la cabeza. Y aunque no sabía qué tanta información
podía procesar en este estado, tenía
que ir: aunque la mayoría de las personas veían que las enfermeras sólo estaban
sentadas tras una centralita y lo único que hacían era tener mal genio, al
estudiante no le quedaba más remedio que romperse la cabeza aprendiendo. Estando
en prácticas, te enviaban a hacer toda clase de cosas. De todo. La idea era
aprender haciendo… pero en los hospitales, se tomaban esa línea muy apecho.
Era temprano cuando llegué a la U. Pasé rápidamente hasta los ascensores y pulsé
el número seis. No quería pasearme por el campus a menos que fuera
estrictamente necesario. Ignacio estudiaba también aquí: quinto año de
Medicina.
Pobre de sus pacientes, pensé, con la
clase de gente que deberían lidiar.
Sonreí cuando llegué a mi sala. Ahí estaban mis amigas, con unas sonrisas
de oreja a oreja tratando de infundirme ánimos.
—¿Cómo te sientes? —Pame me abrazó y me llevó a los asientos que siempre
ocupábamos.
—Bien, supongo, mientras no lo vea.
—Y si lo ves, no importa, vas a estar con nosotras. —Dani era la más
positiva de las cuatro, a veces incluso daba risa.
—¿Y Ernesto? —Era mi mejor amigo, uno
de los pocos hombres de mi carrera y que claro, era homosexual. De los diez
hombres que había en mi curso, sólo uno era heterosexual. No era una carrera en
la que alguien pudiera decir que fuera a encontrar a su alma gemela.
—Fue a dejarle un certificado a la Sra. Luz para que lo presente en el
consultorio. —La Sra. Luz era nuestra coordinadora de carrera. Era la mujer más
adorable que uno podría conocer, después de mi mamá, claramente.
Tres horas de clases de
Epidemiología no era lo que necesitaba en ese momento.
Si alguna vez creí que la historia del Colegio era aburrida, esto le ganaba
por lejos.
Estar aburrida significaba ponerme a pensar, cosa que no quería hacer: me
daba miedo. Así que me entretuve toda la primera hora de clases hablando con
Lore de nada en específico, cualquier cosa era mejor poner atención.
Cuando había transcurrido la primera hora y media de clases, la profesora
nos dio un break de quince minutos. “Vayan a despejar sus cabezas y a tomarse
un café”, nos dijo.
Decir que tenía pánico de caminar a la cafetería y verlo, era poco. Me puse
a temblar.
—Chia, hoy es lunes, tienen hospital todo el día. —Pame me lo dijo con una expresión
que me demostraba que ella tampoco quería verlo. Me había dicho que podía
pegarle en los genitales si yo se lo pedía. Esas sí eran amigas.
Mi alivio fue instantáneo. Caminé como si la U fuera mi territorio y mi
propiedad, hasta que llegamos al patio central y vimos a Pato. Me congelé.
Donde estaba Pato, siempre estaba él.
Me puse a mirar en todas direcciones temblando de arriba abajo.
Protectoramente, mis amigas me pusieron detrás de ellas a modo de
guardaespaldas.
Pato se encogió de hombros.
—Hay paro en el Fricke, tuvimos que devolvernos.
¿Por qué justo hoy tenía que haber paro de Hospitales? ¿Por qué no podía
haber sido la semana pasada, en un año o nunca? Mi mala suerte nunca se acaba.
Y como si el cosmos me lo estuviera confirmando, cuando entré a la
cafetería, me encontré con él frente a frente. Se quedó viéndome como si
tuviera una infección mortal y muy contagiosa.
Salí corriendo de la cafetería y de la U hasta llegar a una esquina y me
quedé ahí, pegada en el muro de una casa.
Segundos después, llegó Ignacio. Se puso a mi lado, dejando una distancia
prudente para que nuestros brazos no se tocaran.
Mi cuerpo entero se puso en alerta al sentirlo tan cerca. Necesitaba
tocarlo, tanto que dolía.
—Tengo que hablar contigo. —Lo miré, pero él estaba mirando hacia el frente
como si la calle y los buses que pasaban fueran un espectáculo mucho más
entretenido.
—Quiero estar sola —le dije con odio, pero era imposible odiarlo.
—Quiero que me entie… mejor dicho, quiero que sepas bien las cosas.
Comencé a retorcer mis manos. Mis pies se habían quedado clavados y no
había forma de moverme.
—No quiero que pienses que lo nuestro fue una mentira, que te usé o que me
reí de ti. Nunca quise que esto pasara, pero como Marce dijo, uno no elige de
quien se enamora y…
—No necesito que me sigas diciendo eso. —Por el rabillo del ojo pude ver
que se puso rojo. Esa era una de las cosas que me encantaban de él: lo hacían
ver tímido e infantil a pesar de su metro ochenta.
—Lo siento. —Caminó hasta quedar frente a mí. No esperó a que lo mirara,
siguió hablando—. No fue ella la que se acercó a mi o yo a ella. Tú siempre
viste que congeniábamos muy bien, hablar no nos costaba. Creo que siempre me
sentí un poco atraído a ella, pero no lo suficiente. El primer día, el alcohol
ayudó un poco. Al comienzo, me hacía sentir como un chico malo, era más
adrenalínico que cualquier otra cosa que hubiera hecho. —Se pasó la mano por el
pelo—. No creas que no me sentía mal. Verte después de haber estado con ella me
hacía sentir el hombre más cínico de todo el mundo. —Suspiró.
—Hubo un tiempo en el que ni siquiera le hablé cuando nos veíamos, tienes
que haberlo notado. —Sí lo noté y le había preguntado a Marce por qué Ignacio
se comportaba tan extraño con ella. Me dijo que eran ideas mías. Sí, claro—. Pero… comencé a extrañarla.
Sé que no es lo que quieres oír pero quiero que me entiendas. No lo hice porque
quisiera hacerte daño. Simplemente pasó… La quiero,
Chia.
Escucharlo decir que la quería fue horrible, pero era algo necesario. Hasta
ahora, toda mi rabia se había concentrado en Marce, pero que Ignacio me dijera
que ella siempre le había atraído era otra cosa. La rabia iba creciendo como un
gigante dentro de mí.
—Si tanto te atraía, ¿por qué me pediste salir a mí y no a ella? —Lo
fulminé con la mirada mientras le preguntaba. Ladeó su cabeza e hizo esa
sonrisa que hacía que mi corazón latiera a mil por hora, su rostro se suavizó
cuando respondió.
—Me traías vuelto loco. —Me sonrió con ternura—. Todo en ti me intrigaba.
Enamorarme de ti fue la cosa más simple que me ha pasado. La costumbre de tenerte
conmigo era como respirar. —Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me tomó una
mano y comenzó a trazar círculos sobre ella—. No quiero que pienses que no te
quise, porque créeme, te amé como no había amado a ninguna otra mujer.
¿Se suponía que tenía que dejarlo ir después de que me hubiera dicho todas
esas cosas? No podía, mi corazón me estaba matando y las manos me picaban por
tocar su rostro.
Nunca había necesitado tanto algo o a alguien como lo necesitaba a él
ahora. Podía estar enojada y sentir toda la rabia del mundo contra él, pero él
había sido el primer hombre del que me había enamorado, el primero en muchas
cosas. ¿Cómo podía dejarlo partir como si nada?
Tomé aire y toda la valentía que me quedaba.
—¿Puedo pedirte un favor?
Me miró extrañado pero asintió con la cabeza
—¿Puedes darme un último beso? —Mi corazón latía a mil por hora y mi
estómago dolía. Sus ojos se abrieron de par en par.
—Chia… no creo que sea bueno. —Él no
quería besarme.
—Por favor. Déjame cerrar esto bien. —Me sentía patética, pero lo
necesitaba para dejarlo ir.
Me miró durante un minuto interminable hasta que volvió a asentir con la
cabeza.
Levantó sus manos y tomó mi rostro. En un acto reflejo, me puse de
puntillas.
Acarició mi rostro como tantas otras veces y se me cerraron los ojos. Sentí
sus labios sobre los míos, suaves y tiernos.
No fue más que un roce, no duro más de un segundo, pero grabé en mi memoria
la forma en que se sentían sus manos en mi rostro, la forma de sus labios y su
olor.
Abrí los ojos y él me estaba mirando.
—Nos vemos. —Agachó la cabeza y me dio un beso en la frente. Acaricio una
vez más mi rostro y se fue.
Mientras lo veía alejarse, sentí que con él se iba todo de mí.
Me quede ahí al menos una hora, la gente me miraba extrañada cuando pasaban
y más de alguien se acercó a preguntarme si estaba bien.
Me estaba costando respirar otra vez y mi vista se estaba nublando El dolor
en el pecho era mil veces más fuerte que ningún otro día: parecía como si
alguien hubiera cavado un agujero gigante. Tenía frio.
Él siempre me abrazaba cuando tenía frio, si me enojaba me dejaba
descargarme con él, me llevaba al límite para que siempre me esforzara por lo
que quería, me besaba como nadie lo había hecho.
Enamorarme de él había sido lo más lindo que me había pasado.
Y nunca más iba a volver.
Apoyé la cabeza en la pared tras de mí y cerré los ojos con fuerza.
No podía seguir así.
Tomé todos los recuerdos —incluido ese último beso—, los dejé enterrados en
el fondo de mi pecho y me prometí no volver a tocarlos nunca.
No iba a permitir que nadie más se acercara a mi corazón, mucho menos a mi
alma, como él lo había hecho, no si eso significaba quedar como una muñeca de
trapo tirada en la calle con el dolor carcomiéndome por dentro.
Me levanté y caminé hacia la Uni.
Yo era fuerte y esto no me iba a ganar.
Iba a tomarme tiempo para que mi corazón latiera sin que me doliera cada
rincón del cuerpo, pero iba a lograrlo.
Yo era fuerte.
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